El gobierno del presidente Mauricio
Macri acaba de cumplir un año de vida. Obtuvo algunos logros y no menos
fracasos. Macri se autocalificó con un ocho. Para buena parte de los argentinos
oscila en un cinco. Obvio: promedio entre éxitos y fracasos.
¿Cuál
es la razón para que un gobierno, que a duras penas equipar las cargas,
mantenga un importante caudal de adherentes?
La
respuesta parece dividirse en dos. Por un lado, la necesidad y el deseo de no
perder la esperanza. Por el otro, y como alimento de lo primero, el contraste
entre la delincuencia generalizada del gobierno anterior y la honestidad del
actual.
No
es poca cosa. Nadie puede predecir que alcance para ganar la elección de
finales del 2017. Pero tampoco nadie puede asegurar lo contrario.
Resultado
general: el gobierno emerge airoso de un año extremadamente difícil –producto
inevitable del desatino y la corrupción anterior-, pero deberá mostrar algún
éxito mayor a la hora del balance electoral.
Por
lo general, las llamadas elecciones de medio tiempo –a mitad de mandato
presidencial- suelen ser consideradas como un test sobre el humor político y
social de la población.
Suelen
dar aire a quién las gana y restárselo a quién las pierde. Claro que ello es
verificable cuando de gobiernos peronistas se trata. No parece ser igual cuando
quienes gobiernan provienen de otro signo político.
Cuando
el presidente Raúl Alfonsín perdió la elección de 1987 –en aquella época el
mandato duraba seis años y las elecciones de medio tiempo eran dos-, el
peronismo vio llegado el momento de lanzarse sobre el poder.
Declaraciones,
saqueos a supermercados, ingobernabilidad fueron las armas utilizadas para que
el presidente Alfonsín debiese abandonar prematuramente el poder.
Más
grave aún fue el caso del presidente Fernando de la Rúa. Más allá de los
méritos que el propio gobernante acumuló en su contra, lo cierto es que un
diciembre de caos liquidó a medio mandato su administración.
Seguramente,
todos esos recuerdos hayan bastado para que el actual gobierno decidiese aceptar
cualquier demanda a la hora de evitar un diciembre parecido. Se impuso el temor
por sobre el ejercicio de la autoridad y eso nunca es bueno.
En mucho se parece a la
extorsión. Algo así como “o me das lo que yo quiero, o te hago la vida
imposible”.
Estado de situación
¿Qué
dicen las encuestas a un año del gobierno de Cambiemos? Que el principal
problema de la Argentina es la corrupción. En segundo lugar, pero bastante
alejado, viene la pobreza.
¿Atribuible
al actual gobierno? Desde ya que no. El nivel de aprobación del gobierno
nacional supera el 50 por ciento.
Ocurre,
entonces, que la corrupción es un capítulo abierto sobre el que el gobierno
actúa poco y el Poder Judicial, salvo excepciones, nada.
Sobre
este punto, buena parte de quienes votaron a Cambiemos comienzan a sentir una
frustración. Cristina Kirchner, Amado Boudou, Julio De Vido por citar solo los
más emblemáticos, están libres y nada indica que van a dejar de estarlo en lo
inmediato.
Aunque
parezca difícil de creer, los votantes de Cambiemos y algunos que no lo
votaron, compensan la frustración anterior con la esperanza puesta sobre la
economía.
Dos
argentinos sobre tres consideran que la situación económica mejorará a lo largo
del 2017. Es un dato “inmenso”. Sobre todo si se tiene en cuenta que la
inflación cedió algo, pero no lo suficiente; que la recesión se prolonga más
allá de lo esperado –y difundido-; y que el boom inversionista no se verificó.
En
síntesis, un gobierno que no perdió el crédito pese a que arrastra el problema
de la corrupción pasada y que no muestra avances en materia económica en cuanto
a resultados se refiere.
Política
Sin
embargo, los últimos días de la administración Macri mostraron una sucesión de
errores que deberían llamar a la reflexión.
Por
supuesto que el principal fue incorporar el tema del Impuesto a las Ganancias
de los asalariados a la discusión parlamentaria sin haberse asegurado una
mayoría previa para su tratamiento.
Pero
no fue el único. Acumuló la “desaprobación” de la reforma política –voto
electrónico, incluido- y la votación de una incumplible ley de emergencia
económica que determinaba la creación por arte de magia de 1,2 millones de
empleo.
Y
tampoco todo quedó reducido al ámbito interno.
En
el plano internacional, determinadas negligencias llevaron a un voto negativo
para la Argentina en materia de derechos humanos por el caso de Milagro Sala.
Sin
dudas el gobierno –con la canciller Susana Malcorra- durmió la siesta cuando
debió estar bien despierto. Sobreabundan los testimonios de personas golpeadas,
maltratadas y aterrorizadas por la “líder social” jujeña. Otro tanto, con la
fortuna que acumuló desviando dineros públicos.
La
Organización de Estados Americanos salió a defender a una mafiosa y el gobierno
no lo pudo anticipar. Resultado: ahora es Lázaro Báez quién recurre a la OEA
por sus… derechos humanos vulnerados.
Pero,
además de lo económico y lo internacional, está lo “social”.
Los
argentinos –y extranjeros- que pagamos impuestos ahora debemos presenciar
atónitos como el “piquete” se transforma en un “trabajo” remunerado, con obra
social, aguinaldo y vacaciones (esto último debería causar hilaridad) a cambio
de… nada.
Porque
ni siquiera pagamos para que estos muchachos poco afectos al trabajo –alguna
vez hay que decirlo-, al menos, no corten la circulación en las grandes
ciudades. Nada de eso, pagamos para que… vaya a saber uno para qué.
Con
sindicato, con obra social, con salario, con aguinaldo, con vacaciones, los
“muchachos” igual tomaron la calle. Claro, fueron otros, fueron los no
beneficiados. Que son… dieciocho en un piquete, 25 en el otro, 33 cuando juntan
una multitud…
¿Y
el protocolo de Patricia Bullrich? Bien gracias. El jefe de gobierno de Buenos
Aires, Horacio Rodríguez Larreta, dice que es inaplicable y que la nueva
policía de la ciudad no está preparada para ello. Un lavado de manos que
sonrojaría a Poncio Pilato.
Circula
por ahí una carta abierta que advierte al presidente Macri de un intento para
voltearlo a través de un juego de pinza que compone la deliberada
irresponsabilidad parlamentaria opositora en alianza con la ocupación de las
calles.
No
es imposible. El peronismo siempre se observa a sí mismo como el poder. Nunca
aceptó el rol de opositor al que la sociedad lo obliga como en este caso. Las
buenas maneras duran poco. Y nada cuando se avecina un momento electoral.
El
presidente Macri debería tomar nota. Y reaccionar…
Oposición
Sergio
Massa cruzó el Rubicón. Para él la suerte está echada. Su “buena letra” sirvió
para mantenerse a la expectativa. No podía hacer lo contrario luego de su
discreto tercer lugar en la elección presidencial.
Pero
el tiempo se acaba. Es que salvo una oposición dura, el gobierno cuenta con la
ventaja ya citada de la esperanza.
Una esperanza que no solo se
compone de un deseo sino que va aparejada de la mano de un crecimiento casi
inevitable si se computa la recuperación del sector agropecuario y con la
puesta en marcha del demorado –por desconocimiento de los procedimientos- plan
de obras públicas.
Seguramente no se producirá el
boom de inversiones privadas en el que creyó, ingenuamente, el gobierno en su
comienzo. Pero agro y obras públicas determinarán un crecimiento del Producto
Bruto que ningún economista, aun enrolado en la oposición, niega.
Massa imaginó que su jugada del
Impuesto a las Ganancias pavimentaría el camino para convertirse en el jefe del
peronismo.
No parece haber salido bien.
Cierto que metió al gobierno en un brete. Del que probablemente, los
gobernadores y los senadores no lo salvarán. Posiblemente, al presidente Macri
no le quede otra alternativa que vetar.
Pero no menos cierto es que la
sociedad observó la embestida de Massa como una consecuencia de una ambición
extrema. Es que su especulación política lo llevó hasta unir fuerzas con el
kirchnerismo.
Hizo, para ello, caso omiso de
sus intentos diferenciadores que lo llevaron hasta ganar una elección de medio
tiempo en 2013. Recordó a quién quisiera recordar, su década como funcionario
de los Kirchner, desde patrón del ANSES hasta jefe de Gabinete. Obvió que la perversidad de la no
actualización de los mínimos no imponibles se debió a la voracidad fiscal K
cuyo paradigma resultó Axel Kicillof, ahora pomposamente sentado entre quienes
presentaron el proyecto “reparador”.
Sí, claro, para algunos se trató
de un intento de unificación del peronismo. No parece haber sido así. Ahí no
estaban los gobernadores, ni los senadores, ni los intendentes. Ninguno de los
que recibe la coparticipación por el Impuesto a las Ganancias.
Por aquello del peronismo como
partido del poder, Massa se precipitó y salió mal parado.
Buenos Aires
Quizás
una de las razones de los apuros de Massa debe buscarse en cuanto ocurre en la
provincia de Buenos Aires.
Allí
los pases a Cambiemos funcionan a pleno. Comenzaron con el intendente
vecinalista de Coronel Pringles, Carlos Berterret. Luego continuaron con el
intendente de Azul, el peronista Hernán Bertellys.
Siguen
dos que se sumaron desde afuera, Mario Ishii de José C. Paz, y Alejandro
Granados, de Ezeiza, ambos PJ.
A posteriori, con bombos y
platillos, pasó sin escalas de la intendencia al gabinete como ministro de
Producción, Joaquín de la Torre, y dejó como interino a Jaime Méndez, ambos
ahora en Cambiemos.
Al
mismo tiempo, se produjo la mudanza del justicialista Ismael Passaglia,
intendente de San Nicolás.
La
semana que acaba de concluir vio la concesión de la operación más resonante: el
paso del intendente K de Castelli, Francisco Echarren, que recaló como
subsecretario de Vivienda, Tierras y Habitat.
Los
rumores hablan de más pases, el más espectacular en vías de concretarse es el
del intendente de Merlo, Gustavo Menéndez.
La
pregunta a formular es de qué se trata.
Difícilmente
todo quede reducido a la búsqueda de un triunfo electoral en el 2017. Es poco
cuanto puede aportar estos intendentes si la percepción social es de esperanza.
Más
vale resulta imaginable una implantación territorial de la que el PRO, en
particular, y en mucha menor medida, Cambiemos, carecen.
Si
lo dicho vale para el Gran Buenos Aires, no es así para el interior. Tanto en
Azul, como en Castelli y en San Nicolás, los pases o acercamiento producen
crujidos en la estructura de Cambiemos, cuyo segundo socio es el radicalismo.
A
tal punto, que desde las filas de la UCR insisten en lograr compensaciones,
algo que también reclaman las bases del PRO, mucho menos numerosas en el
interior de la provincia.
Sin
embargo, es poco cuánto se puede hacer desde el centenario partido si se tiene
en cuenta que la gobernadora bonaerense resulta la política –hombre o mujer-
con mejor imagen en todo el país.
Seguramente
esa buena imagen lleve a considerar un proyecto político presidencialista. A la
expectativa de cuanto ocurra con Macri en el 2019 y sin tapujos, aunque con
mucho adelanto, para el 2023.
De
allí la explicación plausible de la incorporación de intendentes peronistas que
no sirven de mucho en una elección de medio tiempo pero que son fundamentales
en una presidencial.
Para
los aliados fundadores de Cambiemos resta –en el caso de los radicales- un
crecimiento territorial como objetivo de poder.
Se
trata de una consolidación del retorno al gobierno luego de la casi extinción
del partido tras el desastre de De la Rúa.
De
allí que el objetivo a alcanzar será más concejales, más legisladores
provinciales y más diputados nacionales. De lograrse será un
retorno pausado pero firme.
* Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS,
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