Las ilegalidades
suelen, a veces a la larga y otra no, pagarse caro. Es cuanto le sucedió al
presidente de la Comunidad Autónoma de Catalunya, Carles Puigdemont, en su
frenética carrera hacia la independencia de dicha región que forma parte del
Reino de España.
Pero, la lluvia de críticas que
mereció –al menos por parte de quienes creemos en el estado de derecho- no
invalida ni sus aspiraciones, ni las de una gran cantidad de catalanes para
quienes la independencia es un objetivo a cumplir.
La cuestión debe ser aclarada.
Muchos comentaristas y algunos intelectuales de pretendido fuste atacaron al
independentismo catalán no solo por su intento de vulnerar la legalidad –ataque
que compartimos- sino por su aspiración, como si aspirar a la independencia
fuese un delito o, sin ir tan lejos, un delirio.
El deseo de independencia es,
ante todo, un sentimiento y como tal no puede ser catalogado, ni juzgado. Luego
sigue la conveniencia, ya no de proclamarlo, sino de llevarlo a cabo, en un
mundo inter relacionado. Por último, hace falta cumplir con las formalidades de
la legalidad para no caer en un aislamiento del que, luego, cuesta mucho salir.
Aspiraciones
históricas
Nadie sabe muy bien cuántos son
los catalanes que aspiran a la independencia y que no se sienten españoles, ni
cuántos son aquellos que, como catalanes, se identifican con España.
Y hete aquí una de las llaves
para encarar el problema: todo el mundo en Cataluña es catalán. O, mejor dicho,
todos quienes no emigraron desde otras regiones españolas o desde el
extranjero.
Pero, no todos los catalanes
aspiran a la independencia. Muchos, repito que no se sabe cuántos, sienten a
Cataluña y a España como propias.
Ambos “bandos” tienen razón.
Sencillamente, porque los sentimientos no son razonables. Son, precisamente,
sentimentales. Y punto.
De cualquier forma, frente a los
sentimientos, dos cuestiones deben ser tenidas en cuenta.
Ambas dos avanzan sobre el terreno
de la razón. Una es la historia. Otra es la política. Van de la mano.
La historia del mundo cambia
sustancialmente cuando las aspiraciones nacionales avanzan por sobre los
imperios multinacionales y modifican radicalmente el mapa europeo, tras la
Primera Guerra Mundial.
Luego cambia nuevamente cuando,
tres lustros después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, comienza el
proceso de descolonización en todo el orbe, pero particularmente en África.
Este proceso reconoce un
antecedente entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX con las
guerras de independencia en algunas colonias británicas, españolas y portuguesa
de las Américas.
Claro que, en los dos últimos
casos, no puede hablarse de nacionalismos, ni siquiera de etnicismos. Pero sí,
en el primero, en el estallido de los imperios europeos y medio orientales.
Con algunas excepciones, como la
República Francesa, o los reinos más pequeños en población como los
escandinavos, Bélgica y Holanda, cuatro grandes imperios llegaron a la
contienda, exageradamente nominada como mundial.
Tres de esos grandes imperios
resultaron vencidos. Dos de ellos, fueron desmembrados: Austria-Hungría y el
Otomano. Uno fue deliberadamente debilitado, el Imperio Alemán, o mejor dicho
la República Alemana que lo sucedió. El cuarto pudo mantener, con algún
recorte, su hegemonía, fue el Ruso, continuado por la también imperial Unión
Soviética.
Del desmembramiento, surgieron
estados independientes en los Balcanes y en Europa Central. Algunos étnicamente
más o menos homogéneos como Hungría, Rumania, Bulgaria o Grecia y otros,
producto de una ingeniería geopolítica como Checoslovaquia o Yugoslavia.
Paralelamente, el Imperio
Otomano fue desmembrado con la creación de una multiplicidad de estados árabes,
casi todos ellos con fronteras artificiales en virtud de un tratado, el de
Sykes-Picot, verdadero ejemplo como, años después, Yalta, de reparto de áreas
de influencia sin la menor consideración por los sentimientos, ni las
voluntades de los pueblos sometidos.
Argumentos políticos
Fue el presidente de los Estados
Unidos, Woodrow Wilson, uno de los vencedores de la Primera Guerra Mundial,
quien proclamó en las conversaciones de paz en el Palacio de Versalles, el
derecho a la libre autodeterminación de los pueblos.
Fue absolutamente revolucionario
para la época y fue fatal para los imperios vencidos en la Primera Guerra
Mundial.
En la práctica, la invocación
wilsoniana, casi estuvo limitada a Europa y a Medio Oriente. No incluyó la
colonizada África, ni la también colonizada, aunque en un grado menor, Asia, ni
el imperio soviético que, desgajado, aún se mantiene bajo la forma de
Federación Rusa.
En todo caso fue un grito
emancipatorio, cuyos ecos –como se ve en Cataluña o en Escocia o en el
Kurdistán- no fueron acallados.
El derecho a la libre
autodeterminación de los pueblos choca con el principio sobre la intangibilidad
de las fronteras.
Ambos pueden ser válidos. Pero
los grados de legitimidad de cada uno son sustancialmente distintos.
Por
algo, a la libre autodeterminación de las fronteras se la sindica como derecho,
mientras que a la intangibilidad de las fronteras solo se la califica como
principio.
Con la creación de la
Organización de las Naciones Unidas, al término de la Segunda Guerra Mundial, el
segundo criterio fue ganando terreno sobre el primero.
Si bien fue creado un Comité de
Descolonización –que aún subsiste-, el criterio empleado, particularmente en
África, fue el de respetar las fronteras coloniales que en nada representan los
territorios “étnicos” originales.
Resultado: guerras civiles por
doquier y como subproducto, bandolerismo, narcotráfico y demás males, en muchos
casos amparados en fanatismos religiosos islámicos o cristianos como el
Ejército del Señor en Uganda.
Con todo, y luego de guerras que
costaron miles de vidas, el empleo de niños soldados, la violación de mujeres,
el asesinato de poblaciones civiles, la ruina económica, dos casos de
autodeterminación debieron ser reconocidos –tratativas legales de por medio-
como tales: la separación de Eritrea de Etiopía y la de Sudán del Sur de Sudán.
Formalidades legales
Una comprobación vale para ser
tenida en cuenta. Allí, donde el Estado reconoció las aspiraciones nacionales,
las guerras civiles y todas sus terribles consecuencias fueron evitadas.
Y una segunda comprobación
también vale la pena para ser tenida en cuenta. Las guerras civiles y todas sus
terribles consecuencias fueron evitadas, a su vez, donde los movimientos
separatistas se mantuvieron y dieron su lucha dentro de la legalidad.
Los casos más emblemáticos son
los del Quebec canadiense y de la Escocia integrante del Reino Unidos de Gran
Bretaña e Irlanda del Norte.
Algunos comentaristas locales se
empecinan en comparar el caso quebequois con el catalán. Y se apresuran al
extremo al señalar que la independencia de Quebec “fracasó” por la “huída” de
empresas y por el eventual desprestigio de las instituciones como la
Universidad McGill de Montreal.
Un relato que en mucho se
parece, aunque provenga de fuentes opuestas al que sufrimos con el kirchnerismo
durante años en la Argentina.
No fue así. La independencia del
Quebec –provincia de habla francesa en el Canadá mayoritariamente anglófono- no
se llevó a cabo porque, a diferencia del caso catalán, los dos plebiscitos, el
de 1980 y el de 1995, fueron organizados de manera amplia, sin exclusiones,
como verdaderas medidas de la voluntad de los habitantes del Quebec.
Y decir esto último, fue
reconocer los derechos de todos quienes allí viven. Por supuesto, los
quebequois de habla francófona, pero también quienes, provenientes de otras
regiones canadienses de habla inglesa habitaban el Quebec desde un mínimo de
años. Y también los integrantes de las diez naciones originarias reconocidas
como tales por el propio Parlamento provincial.
El caso escocés es similar. No
solo votaron los escoceses étnicos, sino todos los empadronados en Escocia.
Ergo, es válido afirmar con
certeza que, en ambos casos, las poblaciones de ambas regiones optaron por
negar la independencia.
Pero, nada queda cerrado para el
futuro. Es factible imaginar futuros plebiscitos en Escocia y en Canadá. La
puerta quedó abierta y la tranquilidad pública… asegurada.
Autoritarismo
multilateral
El derecho a la libre
determinación de los pueblos que, repito, no significa independencia sino
expresión genuina de la voluntad popular respecto del marco jurídico-político
de una comunidad, encuentra un nuevo enemigo en los organismos multilaterales.
En particular, en la Unión Europea (UE) y, en mucho menor medida, en la Unidad
Africana (UA).
En tal sentido, ni la
Organización de Estados Americanos (OEA), ni los distintos tratados que obligan
a Canadá, opusieron reparos para el par de plebiscitos que se llevaron a cabo
sobre la independencia del Quebec.
Muy distinta es la situación
europea. Tanto en la legal votación escocesa como en la ilegal votación
catalana, la organización multilateral antepuso el principio de la
intangibilidad de las fronteras.
Si de algo se quejan buena parte
de los ciudadanos europeos frente a los dictados de la UE, es de su pretensión
de regular, desde una burocracia no electa por sufragio popular, gran cantidad
de aspectos de la vida en los países que la componen.
Seguramente, y aunque buena
parte de los europeos no lo apruebe, la presión sobre Escocia y Cataluña, con
amenazas de impedir su eventual ingreso a la Unión, fue y es una flagrante
intervención sobre los asuntos internos de los países y, sobre todo, sobre la
voluntad soberana de sus ciudadanos.
Claro que el tiro salió por la
culata en el caso escocés. Tras el exitoso rechazo de quienes fueron legalmente
consultados, los británicos en su conjunto –con precisamente la excepción de
los escoceses y los irlandeses del norte- votaron mayoritariamente por el retiro
(Brexit) del conjunto europeo.
Fue una demostración más del
alejamiento de algunas instituciones del pensamiento y el sentimiento popular.
Quienes estaban a favor de pertenecer eran amenazados y rechazados a favor de
quienes decidieron salir. Paradójico.
Resto del mundo
Si bien los casos escocés y catalán
acaparan la atención por tratarse de casos eurocéntricos, no son pocas las
regiones del mundo donde un proceso independentista aparece en vías de
procesamiento.
Junto a las experiencias de
Eritrea, Sudán del Sur y Timor Oriental –separado de Indonesia-, productos de
acuerdos que pusieron fin a años de guerra entre el poder central y la región
separatista, y al pacífico y legal doble rechazo del Quebec a su separación del
Canadá, debe agregarse otros cuyo grado de avance varía según las circunstancias.
El más reciente es el del
Kurdistán iraquí que acaba de llevar adelante un plebiscito sobre la
independencia que arrojó una inmensa mayoría de votos a favor de la separación
aunque, a diferencia del caso catalán, la independencia no fue proclamada.
Cabe destacar que los kurdos
conforman una nación –aunque mayoritariamente musulmana- diferente de los
árabes. Una nación cuya población se dispersa entre las fronteras irakíes,
iraníes, turcas y sirias. Nunca, colonialismo mediante –turco primero, británico
después- contaron con un estado propio.
Pero los conflictos larvados o
semi larvados no se agotan allí. La cuestión tibetana –con un gobierno en el
exilio- frente a China es una de ellas. O la independencia, también de China,
de su porción más occidental, poblada por uigures musulmanes. O la eventual
separación de derecho de Taiwan.
También están las
reivindicaciones étnicas en los artificiales –colonialismo mediante- estados
africanos donde, generalmente, una etnia domina por sobre el resto de las
comunidades que componen la población del Estado. El genocidio rwandés de 1994,
donde fueron asesinados el 75 por ciento de las personas que se identificaban
como miembros de la etnia tutsi, da buena cuenta de ello.
Actualmente, en una África
saheliana cruzada por el bandolerismo y el narcotráfico como subproductos del
islamismo fundamentalista, la reivindicación de una patria tuareg, el Estado
Azawad, emerge como un objetivo imposible de soslayar.
Por último, aunque la lista no
se agota, cabe recordar las traumáticas, violentas y genocidas separaciones de
la ex Yugoslavia, con “limpiezas étnicas” en el seno de la propia y civilizada
Europa. O los procesos terroristas en el País Vasco español o en la Irlanda del
Norte británica.
Conclusión: resulta absurdo
imaginar que la voluntad de una etnia, nación o región de regirse por un Estado
propio pueda ser impedida, ahogada o eludida, sin el riesgo de caer en la
violencia
Claro que esa voluntad debe ser
expresada legal y legítimamente. Si se la aborda con amplitud, deberá
transcurrir un largo proceso de reflexión y de estimulación de una parte y de
otra sobre las ventajas, sentimientos y virtudes de una separación o lo
contrario.
No es una cuestión que se debe
abordar a la ligera, ni de un momento para el otro. Aunque más no sea, porque
un plebiscito por la independencia siempre es posible de abordar nuevamente
–Quebec lleva dos- si el resultado es negativo. Pero, si es positivo se hace
impensable volver atrás.
Con
todo, vale la pena recordar aquella frase del presidente Hipólito Yrigoyen:
“los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos, para los
pueblos”.
*Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS.
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