MUNICIPIO DE MARCOS PAZ

sábado, 12 de agosto de 2017

Hoy Votamos. Por Luis Domenianni*.

Hoy votamos.
                ¿Lo hacemos por un modelo de país? ¿Elegimos por la prestancia de los candidatos? ¿Solo nos preocupa nuestra situación individual? ¿Todo lo referimos al presente? ¿Pensamos en el futuro? ¿Qué entendemos por un país mejor? ¿Nos interesa votar obligatoriamente? ¿Entendemos algo del sistema electoral?

                Algunas preguntas con respuestas diversas, seguramente poco alentadoras.
                Allá por el siglo XIX fue acuñada aquella frase, hoy casi olvidada, de “educar al soberano”.
                En las épocas del populismo, a mediados del siglo XX, esa sentencia fue tildada de elitista. Se le antepuso el concepto de la voluntad –omnímoda, por cierto- de las mayorías.
                La democracia quedaba reducida así a un contrato sin otra cláusula que la mera elección ciudadana de un gobierno al que se le daba un cheque en blanco para ejercer el poder como se le antojara.
                Las diferencias con las dictaduras se limitaba a dos cuestiones: la elección de los gobernantes –muchas veces teñida por los fraudes o las proscripciones- y el mantenimiento de una fachada republicana con una separación de poderes que en la práctica no resultaba tal.
                Fue necesario acuñar un nombre para esos gobiernos de origen democrático pero de prácticas anti republicanas. Y el nombre acuñado fue: autoritarismos.
                Hoy, la Argentina, la recurrente Argentina, enfrenta nuevamente el dilema entre república y populismo; entre gobierno democrático o gobierno autoritario.
                La frivolización que entorna a la política en esta era post moderna inhibe profundizar conceptos. Todo pasa por quién monta un mejor escenario. Por las luces. Por el ambiente. Por lo que se ve sin que se participe. Por la búsqueda del sentimiento y el desprecio por la razón.
                No se trata de saber o de definir qué país queremos, aspiramos o imaginamos. Se trata, como los predicadores religiosos, de “vender” un futuro venturoso o de maquillar un pasado ruinoso.
                No se dice cuanto se debe decir, sino aquello que alguien interpreta como “lo que la gente quiere oir”.
                Valga pues, entonces, que desde estas columnas, hagamos un ejercicio racional, ya no del país que queremos, sino del que desea este columnista. El lector, como siempre, estará o no, parcial o totalmente, de acuerdo.
                Sí, es posible, que muchos de los temas que aquí se mencionarán no formen parte de la agenda diaria o no les interese a “la gente”. Y bueno…
La política
                Un primer dilema que enfrenta la Argentina desde poco después de concretada la organización nacional, en 1853 y 1860, es su posición en el mundo.
                Neutralidad en las dos guerras mundiales, aunque con un acercamiento ideológico con los fascismos en la segunda; pacto Roca-Runciman con Gran Bretaña en la década del 1930; alineamiento con los Estados Unidos en la Alianza para el Progreso en 1961; golpes militares amparados en la Doctrina de la Seguridad Nacional;  guerra de Malvinas; relaciones carnales con los Estados Unidos con el peronismo menemista y aventura bolivariana en épocas del peronismo kirchnerista.
                Esta fue la política internacional de la Argentina. Un errar por cuánta postura deambulaba por el mundo.
                Y ahora, nuevamente, se enfrenta dos posiciones diametralmente opuestas. O la inserción, seria y responsable, en el mundo; o el encierro, asociado con regímenes parias, tales como Venezuela, Cuba, Irán y, por qué no, Corea del Norte.
                ¿Qué a nadie le importa cuál es la política exterior argentina? Es cierto. A nadie le importa. Hasta que hace falta endeudarse para construir la infraestructura cuyo atraso es de décadas. Hasta que se pierden o no se crean empleos genuinos porque las inversiones –tanto extranjeras como nacionales- no aparecen. Hasta que la corrupción hace estragos de la mano del populismo chavista.
                Con matices, la política exterior de los países importantes del mundo no pega golpes de timón según el color político del gobierno de turno. Es bastante más que eso. Es una cuestión de estado.
                Segundo capítulo del tema político corresponde, precisamente, a la organización nacional.
                En la Argentina, hablar de organización nacional es casi como hablar de pre historia.
                Es hablar de provincias que no juntan medio millón de habitantes con el gigante de la provincia de Buenos Aires que cuenta con 16 millones, con productos brutos per capita que van desde los 23.300 dólares en la ciudad de Buenos Aires  y los 26.000 de Neuquén, hasta los 2.000 dólares del Chaco o de Formosa.
                Años hace que se habla de la regionalización. Es más, allá por finales del siglo pasado, fueron firmados una serie de tratados interprovinciales de integración económica. Pura cháchara. La mayor parte de las provincias continúa viviendo del empleo público, sostenido por los recursos nacionales coparticipables.
                No obstante, el retraso de algunas provincias, la disparidad de ingresos o la repartición injusta que afecta particularmente a la provincia de Buenos Aires, desde las épocas del peronismo menemista, la salud y la educación primaria y secundaria fueron transferidas a las jurisdicciones provinciales con la consiguiente afectación de la calidad de los servicios educativos y sanitarios.
                Sí, a nadie le importan las cuestiones de la organización nacional, hasta que la educación y la salud pública se deterioran. Hasta que las rutas se llenan de baches que nadie tapa. Hasta que las calles se hacen intransitables
La economía
                Desde hace decenios, la Argentina siempre encuentra mecanismos para hacer participar al Estado de la vida económica de los ciudadanos, por lo general, en perjuicio de dicha vida económica.    
                Para los justificadores de la nada, existe la llamada dicotomía del péndulo que establece que durante algún tiempo, en la Argentina, prevalece el estatismo, para luego caer en el imperio del mercado.
                Lo cierto es que la tentación estatista estuvo y está omnipresente, en mayor o menor medida, en cada uno de los gobiernos que se sucedieron en las últimas décadas.
                Tomemos el ejemplo del peronismo menemista, exhibido como un modelo del dominio del mercado por sobre el Estado sin dejar de decir que, a este último, se lo asimila con los intereses de los sectores menos favorecidos de la sociedad.
                Basta con nombrar quizás el factor de mayor incidencia en la economía de aquellos años para encontrar que fue una intervención del Estado y no del mercado.
                Hablamos claro de la paridad cambiaria. Del ultra famoso uno a uno. Un peso equivale a un dólar.
A ver, dicha paridad cambiaria fue fijada, no por la oferta y la demanda, ni siquiera por la intervención del Banco Central en un esquema de flotación sucia como el que rige actualmente. Fue establecida… por ley del Congreso Nacional. El colmo del intervencionismo.
Y al colmo del intervencionismo, solo en la Argentina es posible llamarlo preeminencia del mercado.
De aquel Estado yrigoyenista de la creación de YPF, con el general Enrique Mosconi al frente, para dotar al país de energía para iniciar su etapa industrialista; y el posterior impulso a la industria pesada y la industria química con Fabricaciones Militares y luego con SOMISA, con los gobiernos militares de los años 40 y con el primer gobierno peronista, bajo la dirección del general Manuel Savio, a este Estado que interviene en todo, existe un largo trecho que nunca debió se recorrido.
Y es esta una decisión que debe encarar el pueblo argentino. O adopta un sistema colectivista, propenso a la ineficiencia y a la corrupción. O, de una vez por todas, limita al Estado a garantizar la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades –con la educación y la salud-, a evitar las prácticas monopólicas y a cumplir las funciones básicas para las que fue creado: la defensa, la seguridad, la justicia y la administración de los bienes públicos.
La sociedad
                Como en una especie de círculo vicioso, a la sociedad argentina se la impulsa al consumo cuando es tiempo de ahorro e inversión; luego se la lleva al reclamo cuando se desperdiciaron las oportunidades.
                Es una sociedad, nos guste o no, fácilmente manipulable. Mucho más desde que fue  instalada la fábrica de pobres –yo diría de indigentes- que viven de ingresos sociales y de la economía informal, en el mejor de los casos, o de la secuencia del delito y del narcotráfico, en el peor.
                A la sociedad argentina no se la lleva por el sendero virtuoso de la movilidad social ascendente como producto del sacrificio y la capacitación.
                Se la suele encaminar, en cambio, por el camino del facilismo que no es otro que el de la crisis recurrente.
                No es un daño menor. No es comparable con el retraso político, ni con las marchas y contramarchas de la economía, aunque ambas cuestiones mucho tienen que ver con el estado actual de la sociedad.
                Es francamente más preocupante. Es la brecha. Es un foso. Es la división. Es la fractura.
                No es un problema de partidos políticos, ni de colectivismo o libre mercado. Hace a dos Argentina, bien separadas y bien distantes.
                La que produce y la que no produce. La que aporta al Estado y la que recibe del Estado. La que cree en la movilidad social ascendente y la que se conforma con un destino de pobreza de por vida, solo mitigado por algún subsidio estatal.
                Y como no podía ser de otra manera, ante tanta desigualdad alcanzada ex profeso para el uso del clientelismo político, existe el riesgo latente del enfrentamiento entre la dos Argentina.
                Los cortes, los piquetes, las movilizaciones no son otra cosa que parte de ese enfrentamiento larvado que impide circular, trabajar y producir a la porción de la sociedad que genera riqueza.
La salida
                No va a ser sencillo encontrar la salida. Nunca lo es cuando el deterioro es importante. Cuando es profundo. Cuando abarca a más de una generación.
                El problema es que no discutimos de cara a la resolución, sino que re discutimos la posibilidad, o no, de volver al pasado.
                En la elección de hoy, más que nada en la provincia de Buenos Aires, no se trata de más o menos gradualismo, de contención de los sectores menos favorecidos, de promoción de la educación como igualador social.
                Se trata, lisa y llanamente, de optar o no por el pasado inmediato. Por el populismo, por las trabas a la economía, por los subsidios indiscriminados, por la corrupción, por la relación con el narcotráfico, por el aislamiento internacional.
                Es esto o el pasado, cuando todos deberíamos discutir solo el cómo dejar el pasado atrás.
                Hoy la Argentina precisa definir un rumbo. Es casi como un volver a empezar. Un eterno volver a empezar. Luego y recién entonces, con el rumbo definido será posible avanzar hacia la salida.
                Una salida que no es otra que la integración al mundo, que la de revalorizar al máximo la trilogía virtuosa de inversión, producción y trabajo, que la de garantizar –repito, garantizar- la igualdad de oportunidades a través de una educación y una salud de calidad para todos, que la de recuperar bases éticas para el comportamiento social y para la administración del Estado, que la de optar definitivamente por la República y desdeñar cualquier atisbo de populismo.
                Luego, recién entonces, quedará habilitada la discusión sobre el cómo. Aquella que nos habla de mayor o menor gradualismo. De la necesaria contención social para morigerar los efectos del inevitable e impostergable sinceramiento.
                Posiblemente hagan falta acuerdos entre las fuerzas políticas, entre centrales empresariales y sindicatos obreros. Quizás un modelo similar alos fantásticos Pactos de la Moncloa, acordados entre la mayoría de los actores sociales en la España post franquista.
                Vale la pena recordar sus nombres individuales ya que fueron dos: el primero, Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía; el segundo, Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política.
                Aquellos Pactos de la Moncloa fueron posibles por el tesón de Adolfo Suárez, el por entonces presidente del gobierno español, quién legó al país el acuerdo.
                Pero también por Leopoldo Calvo-Sotelo, centrista; Felipe González, socialista; Santiago Carrillo, comunista; y Manuel Fraga, derechista, aunque este último solo suscribió el acuerdo económico.
                Con sus más y sus menos, es el ejemplo a seguir.
                Tal vez, la elección de hoy nos marque ese camino. O como lamentablemente ocurre las más de las veces, nos retrotraiga a un pasado del que nunca sabemos salir.
                Hoy votamos.

*Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS.

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