Hoy votamos.
¿Lo hacemos por un modelo de
país? ¿Elegimos por la prestancia de los candidatos? ¿Solo nos preocupa nuestra
situación individual? ¿Todo lo referimos al presente? ¿Pensamos en el futuro?
¿Qué entendemos por un país mejor? ¿Nos interesa votar obligatoriamente?
¿Entendemos algo del sistema electoral?
Algunas preguntas con respuestas
diversas, seguramente poco alentadoras.
Allá por el siglo XIX fue
acuñada aquella frase, hoy casi olvidada, de “educar al soberano”.
En las épocas del populismo, a
mediados del siglo XX, esa sentencia fue tildada de elitista. Se le antepuso el
concepto de la voluntad –omnímoda, por cierto- de las mayorías.
La democracia quedaba reducida
así a un contrato sin otra cláusula que la mera elección ciudadana de un
gobierno al que se le daba un cheque en blanco para ejercer el poder como se le
antojara.
Las diferencias con las
dictaduras se limitaba a dos cuestiones: la elección de los gobernantes –muchas
veces teñida por los fraudes o las proscripciones- y el mantenimiento de una fachada
republicana con una separación de poderes que en la práctica no resultaba tal.
Fue necesario acuñar un nombre
para esos gobiernos de origen democrático pero de prácticas anti republicanas.
Y el nombre acuñado fue: autoritarismos.
Hoy, la Argentina, la recurrente
Argentina, enfrenta nuevamente el dilema entre república y populismo; entre
gobierno democrático o gobierno autoritario.
La frivolización que entorna a
la política en esta era post moderna inhibe profundizar conceptos. Todo pasa
por quién monta un mejor escenario. Por las luces. Por el ambiente. Por lo que
se ve sin que se participe. Por la búsqueda del sentimiento y el desprecio por
la razón.
No se trata de saber o de
definir qué país queremos, aspiramos o imaginamos. Se trata, como los predicadores
religiosos, de “vender” un futuro venturoso o de maquillar un pasado ruinoso.
No se dice cuanto se debe decir,
sino aquello que alguien interpreta como “lo que la gente quiere oir”.
Valga pues, entonces, que desde
estas columnas, hagamos un ejercicio racional, ya no del país que queremos,
sino del que desea este columnista. El lector, como siempre, estará o no,
parcial o totalmente, de acuerdo.
Sí, es posible, que muchos de
los temas que aquí se mencionarán no formen parte de la agenda diaria o no les
interese a “la gente”. Y bueno…
La política
Un primer dilema que enfrenta la
Argentina desde poco después de concretada la organización nacional, en 1853 y
1860, es su posición en el mundo.
Neutralidad en las dos guerras
mundiales, aunque con un acercamiento ideológico con los fascismos en la
segunda; pacto Roca-Runciman con Gran Bretaña en la década del 1930;
alineamiento con los Estados Unidos en la Alianza para el Progreso en 1961;
golpes militares amparados en la Doctrina de la Seguridad Nacional; guerra de Malvinas; relaciones carnales con
los Estados Unidos con el peronismo menemista y aventura bolivariana en épocas
del peronismo kirchnerista.
Esta fue la política
internacional de la Argentina. Un errar por cuánta postura deambulaba por el
mundo.
Y ahora, nuevamente, se enfrenta
dos posiciones diametralmente opuestas. O la inserción, seria y responsable, en
el mundo; o el encierro, asociado con regímenes parias, tales como Venezuela,
Cuba, Irán y, por qué no, Corea del Norte.
¿Qué a nadie le importa cuál es
la política exterior argentina? Es cierto. A nadie le importa. Hasta que hace
falta endeudarse para construir la infraestructura cuyo atraso es de décadas.
Hasta que se pierden o no se crean empleos genuinos porque las inversiones –tanto
extranjeras como nacionales- no aparecen. Hasta que la corrupción hace estragos
de la mano del populismo chavista.
Con matices, la política
exterior de los países importantes del mundo no pega golpes de timón según el
color político del gobierno de turno. Es bastante más que eso. Es una cuestión
de estado.
Segundo capítulo del tema
político corresponde, precisamente, a la organización nacional.
En la Argentina, hablar de
organización nacional es casi como hablar de pre historia.
Es hablar de provincias que no
juntan medio millón de habitantes con el gigante de la provincia de Buenos
Aires que cuenta con 16 millones, con productos brutos per capita que van desde
los 23.300 dólares en la ciudad de Buenos Aires
y los 26.000 de Neuquén, hasta los 2.000 dólares del Chaco o de Formosa.
Años hace que se habla de la
regionalización. Es más, allá por finales del siglo pasado, fueron firmados una
serie de tratados interprovinciales de integración económica. Pura cháchara. La
mayor parte de las provincias continúa viviendo del empleo público, sostenido
por los recursos nacionales coparticipables.
No obstante, el retraso de
algunas provincias, la disparidad de ingresos o la repartición injusta que
afecta particularmente a la provincia de Buenos Aires, desde las épocas del
peronismo menemista, la salud y la educación primaria y secundaria fueron
transferidas a las jurisdicciones provinciales con la consiguiente afectación
de la calidad de los servicios educativos y sanitarios.
Sí, a nadie le importan las cuestiones
de la organización nacional, hasta que la educación y la salud pública se
deterioran. Hasta que las rutas se llenan de baches que nadie tapa. Hasta que
las calles se hacen intransitables
La economía
Desde hace decenios, la
Argentina siempre encuentra mecanismos para hacer participar al Estado de la
vida económica de los ciudadanos, por lo general, en perjuicio de dicha vida
económica.
Para los justificadores de la
nada, existe la llamada dicotomía del péndulo que establece que durante algún
tiempo, en la Argentina, prevalece el estatismo, para luego caer en el imperio
del mercado.
Lo cierto es que la tentación
estatista estuvo y está omnipresente, en mayor o menor medida, en cada uno de
los gobiernos que se sucedieron en las últimas décadas.
Tomemos el ejemplo del peronismo
menemista, exhibido como un modelo del dominio del mercado por sobre el Estado
sin dejar de decir que, a este último, se lo asimila con los intereses de los
sectores menos favorecidos de la sociedad.
Basta con nombrar quizás el
factor de mayor incidencia en la economía de aquellos años para encontrar que
fue una intervención del Estado y no del mercado.
Hablamos claro de la paridad
cambiaria. Del ultra famoso uno a uno. Un peso equivale a un dólar.
A ver, dicha
paridad cambiaria fue fijada, no por la oferta y la demanda, ni siquiera por la
intervención del Banco Central en un esquema de flotación sucia como el que
rige actualmente. Fue establecida… por ley del Congreso Nacional. El colmo del
intervencionismo.
Y al colmo del
intervencionismo, solo en la Argentina es posible llamarlo preeminencia del
mercado.
De aquel Estado
yrigoyenista de la creación de YPF, con el general Enrique Mosconi al frente,
para dotar al país de energía para iniciar su etapa industrialista; y el posterior
impulso a la industria pesada y la industria química con Fabricaciones
Militares y luego con SOMISA, con los gobiernos militares de los años 40 y con
el primer gobierno peronista, bajo la dirección del general Manuel Savio, a
este Estado que interviene en todo, existe un largo trecho que nunca debió se
recorrido.
Y es esta una
decisión que debe encarar el pueblo argentino. O adopta un sistema
colectivista, propenso a la ineficiencia y a la corrupción. O, de una vez por
todas, limita al Estado a garantizar la igualdad ante la ley, la igualdad de
oportunidades –con la educación y la salud-, a evitar las prácticas monopólicas
y a cumplir las funciones básicas para las que fue creado: la defensa, la
seguridad, la justicia y la administración de los bienes públicos.
La sociedad
Como en una especie de círculo
vicioso, a la sociedad argentina se la impulsa al consumo cuando es tiempo de
ahorro e inversión; luego se la lleva al reclamo cuando se desperdiciaron las
oportunidades.
Es una sociedad, nos guste o no,
fácilmente manipulable. Mucho más desde que fue instalada la fábrica de pobres –yo diría de
indigentes- que viven de ingresos sociales y de la economía informal, en el
mejor de los casos, o de la secuencia del delito y del narcotráfico, en el
peor.
A la sociedad argentina no se la
lleva por el sendero virtuoso de la movilidad social ascendente como producto
del sacrificio y la capacitación.
Se la suele encaminar, en
cambio, por el camino del facilismo que no es otro que el de la crisis
recurrente.
No es un daño menor. No es
comparable con el retraso político, ni con las marchas y contramarchas de la
economía, aunque ambas cuestiones mucho tienen que ver con el estado actual de
la sociedad.
Es francamente más preocupante.
Es la brecha. Es un foso. Es la división. Es la fractura.
No es un problema de partidos
políticos, ni de colectivismo o libre mercado. Hace a dos Argentina, bien
separadas y bien distantes.
La que produce y la que no
produce. La que aporta al Estado y la que recibe del Estado. La que cree en la
movilidad social ascendente y la que se conforma con un destino de pobreza de
por vida, solo mitigado por algún subsidio estatal.
Y como no podía ser de otra
manera, ante tanta desigualdad alcanzada ex profeso para el uso del
clientelismo político, existe el riesgo latente del enfrentamiento entre la dos
Argentina.
Los cortes, los piquetes, las
movilizaciones no son otra cosa que parte de ese enfrentamiento larvado que
impide circular, trabajar y producir a la porción de la sociedad que genera
riqueza.
La salida
No va a ser sencillo encontrar
la salida. Nunca lo es cuando el deterioro es importante. Cuando es profundo.
Cuando abarca a más de una generación.
El problema es que no discutimos
de cara a la resolución, sino que re discutimos la posibilidad, o no, de volver
al pasado.
En la elección de hoy, más que
nada en la provincia de Buenos Aires, no se trata de más o menos gradualismo,
de contención de los sectores menos favorecidos, de promoción de la educación
como igualador social.
Se trata, lisa y llanamente, de
optar o no por el pasado inmediato. Por el populismo, por las trabas a la
economía, por los subsidios indiscriminados, por la corrupción, por la relación
con el narcotráfico, por el aislamiento internacional.
Es esto o el pasado, cuando
todos deberíamos discutir solo el cómo dejar el pasado atrás.
Hoy la Argentina precisa definir
un rumbo. Es casi como un volver a empezar. Un eterno volver a empezar. Luego y
recién entonces, con el rumbo definido será posible avanzar hacia la salida.
Una salida que no es otra que la
integración al mundo, que la de revalorizar al máximo la trilogía virtuosa de
inversión, producción y trabajo, que la de garantizar –repito, garantizar- la
igualdad de oportunidades a través de una educación y una salud de calidad para
todos, que la de recuperar bases éticas para el comportamiento social y para la
administración del Estado, que la de optar definitivamente por la República y
desdeñar cualquier atisbo de populismo.
Luego, recién entonces, quedará
habilitada la discusión sobre el cómo. Aquella que nos habla de mayor o menor
gradualismo. De la necesaria contención social para morigerar los efectos del
inevitable e impostergable sinceramiento.
Posiblemente hagan falta
acuerdos entre las fuerzas políticas, entre centrales empresariales y
sindicatos obreros. Quizás un modelo similar alos fantásticos Pactos de la
Moncloa, acordados entre la mayoría de los actores
sociales en la España post franquista.
Vale la pena recordar sus
nombres individuales ya que fueron dos: el primero, Acuerdo sobre el programa
de saneamiento y reforma de la economía; el segundo, Acuerdo sobre el programa
de actuación jurídica y política.
Aquellos Pactos de la Moncloa
fueron posibles por el tesón de Adolfo Suárez, el por entonces presidente del
gobierno español, quién legó al país el acuerdo.
Pero también por Leopoldo
Calvo-Sotelo, centrista; Felipe González, socialista; Santiago Carrillo,
comunista; y Manuel Fraga, derechista, aunque este último solo suscribió el
acuerdo económico.
Con sus más y sus menos, es el
ejemplo a seguir.
Tal vez, la elección de hoy nos
marque ese camino. O como lamentablemente ocurre las más de las veces, nos
retrotraiga a un pasado del que nunca sabemos salir.
Hoy votamos.
*Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS.
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