MUNICIPIO DE MARCOS PAZ

viernes, 10 de febrero de 2017

Estado de Situación para iniciar el Año Electoral. Por Luis Domenianni*.

¿Cuánto ocurrirá de aquí en más en la Argentina? La pregunta parece ingenua porque desde tiempos inmemoriales el género humano siempre pretendió conocer el futuro por anticipado. Sin embargo, no lo es, dadas las particularidades que rodean los procesos políticos en nuestro país, en especial, en tiempos electorales.

               Una de las peculiaridades a tener siempre en cuenta es, sin lugar a dudas, el peronismo. En todas sus variables que pueden ser múltiples o concentradas, pero que reconocen, en general, similares características.
               La otra, es el resto. Que se junta o no, según las circunstancias. Que gana o pierde. Y que representa lo contrario al peronismo aunque, por momentos, aparece como más de lo mismo.
               A la hora de rotular, el peronismo es el populismo, y el resto –con los vaivenes de la extrema izquierda- conforma el republicanismo.
               De esa gran división, surgen ramas menores con más o menos pronunciados tintes ideológicos en el republicanismo, con meras ambiciones de poder en el populismo.
               A la fecha, el populismo gana terreno sobre el republicanismo en gran parte del mundo. Se autocalifique de derecha o de izquierda. Nacionalista o progresista. Poco importa.
               Desde comunistas-capitalistas como los chinos, hasta versiones nacionalistas como la Rusia de Putin o los pretendidos herederos de la revolución cubana en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Nicaragua, todos se congregan en torno a la estrategia del combate a la República.
               No están solos. A las consabidas compañías en el África y en el Mundo Árabe de los dictadores, agregan los gobiernos de algunos países europeos como Grecia, Hungría o Eslovaquia y hasta la posibilidad de acercarse al poder en países centrales como Francia, Austria, Holanda o España.
               Pero el gran avance del populismo es, sin dudas, el nuevo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.
               Nadie estaba en condiciones de imaginar a un populista a la cabeza de la primera República del mundo. Ni ahora, ni nunca. Pero lo está y ello, por sí solo, obliga a modificar el imaginario colectivo sobre el devenir mundial.
               Dicho en otras palabras. Nacionalismo en lugar de globalización. Proteccionismo en lugar de libre mercado. Uniformidad en lugar de pluralismo.
               Se trata de recetas antiguas que probablemente fracasen porque no se adaptan al progreso científico y tecnológico que a ritmo vertiginoso vive la humanidad.
               Pero están ahí. Como una reacción frente a los inevitables desequilibrios que la globalización deja, al menos mientras no solucione la contradicción que representa la convivencia entre mundialización y vigencia de los estados nacionales. El “Brexit” británico es prueba de ello.
Frente externo
               Es por demás curioso que cuando el populismo alcanza la presidencia de los Estados Unidos, en la Argentina exista un gobierno que, al menos en teoría, representa lo contrario.
               No es curioso por la contradicción. Casi siempre, la Argentina marchó a contramano del camino que recorrieron los Estados Unidos, pero por razones opuestas a las actuales. El populismo gobierna casi siempre en la Argentina, no lo hizo nunca hasta Trump en los Estados Unidos.
               Es curioso porque se invierten los términos. Populismo allá. República aquí.
               Alguien podrá insistir con aquello del antiimperialismo, pero va siendo hora de acabar con los relatos.
               El gobierno del presidente Mauricio Macri atraviesa, desde lo externo, circunstancias adversas.
               Arrancó bien. Alineó al país del lado del republicanismo. Recuperó confianza en los mercados internacionales. Ofreció perspectivas de inversión –reglas claras- que comenzaron a llegar, aunque con cuentagotas. Lo alejó del relato “bolivariano”
               Pero, en materia de política exterior, cometió alguna imprudencia. La primera fue el excesivo respaldo a la ambición de la canciller Susana Malcorra en su aspiración de convertirse en secretaria general de las Naciones Unidas, en reemplazo del surcoreano Ban Ki Moon.
               Salió mal, como no podía ser de otra manera. Un país que recién vuelve a ser confiable para la comunidad internacional no puede de buenas a primeras colocar al número uno de las Naciones Unidas. La confianza se gana de a poco. Por etapas.
               Para peor, esa “distracción” en una candidatura individual llevó a la negligencia en temas donde el populismo local –en las distintas vertientes peronistas- se movilizó internacionalmente para cercar al gobierno por el caso Milagro Sala.
               Y finalmente, casi como improvisados en la materia, la Cancillería –y, en buena medida, el presidente- jugaron sus cartas al triunfo de Hillary Clinton y la derrota de Donald Trump.
               Ahora, todo está en duda. Desde la recuperada exportación de limones tucumanos hasta el nivel en que se ubicarán la tasas de interés en los mercados financieros internacionales.
               El punto no es menor. No solo por la necesidad de recuperar el comercio exterior argentino y de dar salida a producciones regionales, sino porque el gradualismo en materia de saneamiento de las cuentas públicas está basado en el endeudamiento externo.
               Conclusión: el frente externo, que siempre genera consecuencias sobre el frente interno, no presenta la nitidez que reflejaba antes de la asunción del presidente Trump. Quedó encapotado.
Por casa
               Esas dificultades en el frente externo ocurren cuando, fronteras para adentro, el país ingresa en un momento electoral.
               Por supuesto que falta mucho para la elección, desdoblada en primaria en agosto y en abierta en octubre, para el nivel nacional. Y diseminada a lo largo del año para los niveles provinciales y locales.
               Pero, para la clase dirigente, el signo a tener en cuenta son las elecciones.
               Obviamente, para los políticos. Tanto los del bando republicano como los del bando populista. Para unos –y pese a los dichos de la gobernadora María Eugenia Vidal sobre una supuesta neutralidad del resultado electoral- se juega la continuidad. Para los otros, no se trata solo de contabilizar legisladores, sino que se trata de avanzar en la recuperación del poder.
               Pero, también para los empresarios que, individualmente, deben decidir sobre inversiones, o corporativamente, definir si prefieren una economía cerrada o abierta.
               Y para los sindicatos que incidirán, con sus actitudes,  bastante más allá de la mera defensa del salario o de los puestos del trabajo.
               O para los piqueteros, cuyos continuos cortes de calles y rutas indican una voluntad de participación en la discusión política que supera lo puramente reivindicativo.
               Objetivamente, el populismo lleva todas las de ganar. Todos hablan de la libertad en la Argentina pero casi nadie la quiere. Prefieren la comodidad de la protección, aunque todo el mundo sabe que esa protección, a la no muy larga, lleva al desastre.
               Así las cosas, el gobierno parece tentado en avanzar hacia un esquema que copia esas recetas del pasado. Desde gasto público creciente hasta medidas de corte xenófobo o represivo.
               En rigor, lo antedicho se trata de un enunciado por demás exagerado. Pero no está claro hasta donde al gobierno le conviene aclararlo.
               Si el gasto público crece, pero se traduce en inversión en materia de infraestructura es un punto. Si en cambio, crece para mantener subsidios de cualquier tipo, es otra. Si crece en aras a la modernización del país puede ser válido, si lo hace para buscar un clientelismo político es otra.
               Controlar la inmigración para que no ingresen delincuentes no es xenofobia, ni modificar la edad de la imputabilidad por hechos delictivos a menores, no es represión. Pero, para el pseudo progresismo argentino, en mucho se le parece.
               El dilema del gobierno es que está frente a la posibilidad de perder una elección que, habida cuenta del escaso apego del peronismo a la institucionalidad, precipitaría el final. Y frente a ello debe decidir si pospone o no su concepción republicana de la política, para dar pelea con las armas del adversario.
               La incógnita es si todos aquellos que buscan protección, lo votarán aun si les ofrece lo que buscan. A priori, no parece ser el caso.
               A los piqueteros les dieron reconocimiento, 30 mil millones de pesos y obra social, pero las calles de las grandes ciudades –de Buenos Aires, en particular- permanecen cortadas casi a diario.
               A los sindicatos no se les recortó ninguna conquista social pero se aprestan para… la lucha. Los gremios del Estado se niegan a hablar de productividad, en particular los que representan a los docentes.
El gobierno duda. No tanto porque sienta miedo o aversión por los “remedios” populistas sino porque en la Argentina de la reacción rápida, ese camino tiene un límite que se llama inflación.
Los guarismos aún son altos. Más altos aun cuando el contexto determina que la ansiada reactivación todavía no se produjo. Es por lo tanto, una inflación por exceso de gasto público y no por exceso de demanda. Pero bajar gasto público implica recortar subsidios en año electoral. Círculo vicioso que le dicen.
Estamos frente a una reactivación que tarda en verificarse y una inflación que amenaza. Todo ello, repito, en año electoral. Muy difícil.
La vereda de en frente
               Para el peronismo, la coyuntura resultaría sumamente favorable a no ser por dos puntos sin resolver. Por un lado, la división partidaria. Por el otro, la secuela de corrupción y antinomia sembrada por el kirchnerismo.
               La división partidaria es una cuenta pendiente que, posiblemente, quede saldada tras la elección de octubre próximo.
               Más allá de nombres y apellidos, la división partidaria encuentra a tres sectores que disputan el liderazgo.
               Por un lado, el kirchnerismo con Cristina Kirchner, al frente. Por el otro, la denominada renovación, con Sergio Massa como abanderado. Por último, la ortodoxia, compuesta por quienes tomaron distancia del kirchnerismo y por quienes conforman el denominado “peronismo federal”, léase los gobernadores.
               Ninguno de los tres sectores queda exento de la desconfianza que genera el legado de corrupción de la cúpula gobernante anterior aunque, por supuesto, el más golpeado es el kirchnerismo que se empecina en hacer creer sobre pretendidas inocencias vulneradas por una arbitraria decisión de persecución política.
               Al kirchnerismo solo le queda una salida en lo inmediato. Ganar en la provincia de Buenos Aires con Cristina Kirchner como candidata a senadora nacional. Si ocurre, se produce un doble efecto: la ralentización de los juicios por corrupción y la reivindicación del relato.
               Si no ocurre, posiblemente el kirchnerismo quede herido de muerte como, en su momento, quedó el menemismo.
               No son pocas las dificultades que Cristina Kirchner debe enfrentar para un eventual renacimiento. Si va de candidata en Buenos Aires, casi con certeza que deberá competir con Elisa Carrió y eso es un altísimo riesgo no solo por el resultado de la contienda.
               Si en cambio, Cristina Kirchner compite por Santa Cruz –donde nada le garantiza que le vaya bien- o como candidata a diputada en Buenos Aires, la única lectura posible es que busca refugio en los fueros para evitar seguras condenas por corrupción.
               La situación de Massa es diametralmente opuesta. Hasta aquí no consiguió nuclear al peronismo para enfrentar al kirchnerismo como lo hizo la renovación de Antonio Cafiero, Carlos Menem y José de la Sota cuando desalojó a Herminio Iglesias de la cúpula partidaria en el único ejercicio de democracia interna que reconoce a lo largo de su historia.
               Por el contrario, Massa pierde influencia aun cuando en las encuestas no aparece mal ubicado. Su dilema resulta de la necesidad de ampliar su espectro dada la pérdida de no pocos intendentes del Gran Buenos Aires que lo respaldaban.
               Busca remedio en la incorporación de Margarita Stolbizer, sin que esté del todo claro si esa alianza arrastrará o no al socialismo santafesino. Aliarse con Stolbizer no representa, necesariamente, una sumatoria.
Para muchos peronistas cercanos a Massa, ceder lugares en esa dirección no parece ser un camino sin obstáculos. Y para muchos no peronistas, votar a Massa y algunos barones del Gran Buenos Aires, no resultará sencillo.
Para el peronismo tradicional todo puede resultar más fácil. Primero porque muchos gobernadores ganarán en sus provincias. Pero por sobre todas las cosas, porque de esas filas puede emerger un candidato presidencial si José Manuel de la Sota triunfa en las elecciones cordobesas por amplio margen.
Es que De la Sota es una figura de reserva en el peronismo. Y es alguien que no espanta a los sectores medios, entre otras cosas, porque emergió no contaminado de la era K.

Todo el mundo sabe que el peronismo sin un jefe es un barco a la deriva. Si lo consigue, en cambio, se une tras de él sin importar mucho cuando diga o cuanto piense. 

* Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS.

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