No fueron afortunados. Tal vez,
inclusive, no fueron profesionales. Hablamos de los comentarios del gobierno
argentino sobre la elección presidencial en los Estados Unidos previos al
resultado que ungió presidente a Donald Trump.
Debe saber uno, en política, y más aún en política exterior,
que no conviene anticiparse porque los riesgos de error suelen ser altos y las
consecuencias, duraderas en el tiempo.
El presidente Mauricio Macri y, más aun, la ministro de
Relaciones Exteriores, Susana Malcorra cometieron la ingenuidad de mezclar sus
preferencias con sus declaraciones. Quedó así expuesta la apuesta del gobierno
argentino a favor de la candidata derrotada, Hillary Clinton.
Una apuesta fallida a la luz de los resultados electorales.
Más aún cuando de la relación bilateral con los Estados Unidos, la
administración Macri hizo una bandera de la reinserción de la Argentina en la
comunidad internacional
Luego, claro, la rectificación. Innecesaria si se hubiese
preservado la aconsejable prudencia. Urgente, tras la exposición previa.
Ahora resta esperar. Por lo pronto, corresponde al
presidente Macri afinar la relación. Solo él puede rectificar su innecesaria
toma de partido previo. Sí, claro, sus ayudantes quedaron golpeados.
Del lado de Malcorra, por su carácter de interlocutora con
quien Trump designe como secretario de Estado. Del lado del embajador argentino
ante el gobierno de los Estados Unidos casi como que resulta una oportunidad
única para que vuelva a intentar alguna candidatura a legislador nacional o local
en la ciudad de Buenos Aires.
Es que el embajador argentino en los Estados Unidos, Martín
Lousteau, también hizo lo propio. Es decir, dar a conocer sus preferencias.
Para su efímera carrera diplomática, un error garrafal. Para su carrera
política, tal vez un retorno apresurado.
Conclusiones
La
elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos que tomó por
sorpresa al gobierno argentino, representa el fin de las encuestadoras como
orientadoras válidas sobre la opinión pública. Y la reafirmación que los medios
de comunicación pueden influir pero no determinar un resultado de cualquier
índole.
Si
algo queda claro después de lo ocurrido en Gran Bretaña, en Colombia y ahora en
los Estados Unidos es que la infalibilidad de las encuestadoras deja muchísimo
que desear.
Vale
claro cuando anticipan un resultado de 65 a 35. Es tal la diferencia entre uno
y otro contendiente que no hay forma de errarle, aún si se yerra groseramente.
Es que si en lugar de 65 a 35, queda verificado un 57 a 43, el grosero error
queda disimulado porque las consecuencias inmediatas resultan las mismas.
Pero
si dicha diferencia queda expuesta cuando de una elección pareja se trata,
cuanto parecía seguro queda destruido y cuanto era improbable queda verificado.
Ocurrió
con el denominado “Brexit” que votaron los súbitos de su majestad Elizabeth II.
Ocurrió con el “no” al Acuerdo de Paz entre el gobierno de Colombia y los
narcoguerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Ocurre ahora con el triunfo de Trump sobre la Clinton.
Una
advertencia más que suficiente para los lectores empedernidos de encuestas que
modifican sus comportamientos en función de relevamientos, más o menos serios.
Claro que el hombre es el único animal que se tropieza dos veces… con la misma
piedra.
La
segunda conclusión es sobre el sistema electoral. A primera vista aparece como
cuestionable que quién obtuvo un puñado de votos menos haya resultado ganador
por una amplia diferencia.
Ni
es cuestionable, ni nada que se le parezca. Estados Unidos, como su nombre lo
indica, es una estructura jurídica federal, donde el gobierno nacional queda
limitada a solo algunas materias.
Determinantes
claro pero pocas, como la defensa, las relaciones exteriores, el Tesoro y
algunas pocas más. El resto como la salud, la educación, la justicia, la
seguridad –salvo para delitos federales- es estadual, en lenguaje
jurisdiccional argentino, provincial.
Es
muchos cuanto solventan y sostienen los “Estados” como para no tener incidencia
en la elección del gobierno nacional. De allí que el presidente de los Estados
Unidos resulte electo por intermedio de un sistema electoral indirecto.
Los
ciudadanos que optan por inscribirse para votar –el sufragio es un derecho, no
un deber- eligen electores, pero no electores de manera individual, sino total.
Es decir aquel candidato presidencial que gana en un Estado cuenta con todos
los electores que representan dicho Estado.
Obviamente,
la representación de California o la de Nueva York es francamente mayor a la de
Montana o a la Dakota del Norte. Por tanto, no necesariamente aquel candidato
que logra más sufragios gana, sino que lo hace aquel que obtuvo más número de
electores.
Fue
así como Trump aventajó a Clinton pese a conseguir un pequeñísimo número de
votos menos que su rival.
¿Si
es justo? Ni lo es, ni lo deja de ser. Es una regla a la que se someten los
candidatos y, por tanto, su obligación es respetarla o cambiarla a través de
los procedimientos legales establecidos.
Trump superó la barrera de electores necesarios para ganar,
Clinton no. Por tanto, ganó Trump. Así de sencillo.
El sistema funcionó durante muchas décadas. Hizo de los
Estados Unidos la potencia más importante del mundo, aún con todos los
problemas que su sociedad puede exhibir. No es precisamente su aparente
injusticia, un disvalor a tener en cuenta.
Motivos
Trump
fue la voz de una mayoría silenciosa: la de los hombres y mujeres blancos de
clase media y media baja, rural y urbana, mayoritariamente del interior
profundo que decidió revindicar un rol que considera histórico en los Estados
Unidos: “el país de las oportunidades para los que trabajan duro y se
esfuerzan”, el “american dream” o el “sueño americano”.
Es
la mayoría que se rebeló contra lo “políticamente correcto”, que decidió
protegerse a sí misma y poner sus intereses por delante de las minorías
favorecidas por una suerte de “discriminación positiva” luego de muchos años de
“discriminación negativa y racista”.
Es
el voto del norteamericano que paga impuestos y que ve como resultan utilizados
para “conquistas sociales” que no comparte. El voto del norteamericano que
decidió que quiere una igualdad absoluta ante la ley, con sus beneficios y sus
obligaciones.
Que
no acepta el indocumentado porque viola la ley y porque reduce el empleo
formal, en su necesidad de sobrevivir clandestinamente. Que reniega del
Obamacare, el sistema de salud gratuito. Que desconfía de la inmigración ilegal
a la que vincula al terrorismo o al narcotráfico. Y que prefiere un
proteccionismo que privilegie el trabajo de los norteamericanos.
Trump
supo ver esa realidad. Su habilidad y la de su equipo de campaña fue constatar
esa realidad, cuantificarle y darle una respuesta discursiva.
Ese
“mérito” permitiró superar la “adversidad” de los principales medios de
comunicación, del carácter cosmopolita de las grandes ciudades y las
desconfianzas internacionales.
Sus
ingresos y su vida no resultan representativas del rol elegido de “abanderado”
de la mayoría silenciosa. No importa. La interpreta y, lo principal, lo hace
quien logró el éxito.
Es
la necesidad de ocupar un rol central por parte de aquellos que no viven del
Estado, sino que lo sostienen. Que lo financian. Que sienten que sus deberes
son mayores que sus derechos.
El hombre
¿Es
Trump el hombre correcto para representar esa visión? A primera vista, no
parece.
Más
allá de sus “particulares” actuaciones de campaña, Trump no cuenta con ningún
tipo de experiencia burocrática.
No
fue legislador, no fue alcalde, no fue gobernador. No integró ningún ejecutivo,
ni de condado, ni estadual, ni federal. Todo lo debe aprender y no aparenta ser
un hombre “humilde” que prioriza el aprendizaje.
Su
extremo individualismo le impidió, hasta aquí, formar equipo, al menos equipo
conocido. Casi como que debe salir a reclutar ¿A quienes? A quienes piensan
como él.
Tiene
tiempo. Su asunción ocurrirá recién en la segunda quincena de enero. Hasta
entonces puede tomar todos los recaudos, no para ofrecer confianza externa,
sino para confirmar a personalidades que le den garantías de compartir su
pensamiento.
Si
opta por este esquema, no garantiza el éxito, sí la coherencia. Por el
contrario, si opta por “lo políticamente correcto” va a dejar un tendal de
descontentos. No solo entre aquellos que desconfían de él, sino también entre
quienes lo apoyaron.
En
todo caso, la incógnita reside no tanto en cuanto ocurrirá en los Estados
Unidos, sino cómo influirá sobre el resto del mundo.
Al
respecto, vale la pena recordar el caso Reagan, aquel presidente de los Estados
Unidos por el que nadie daba nada y que resultó el vencedor de la guerra fría,
cuando obligó a la Unión Soviética a reconocer su incapacidad de continuar la
confrontación.
La
presidencia de Ronald Reagan –un ex mediocre actor de Hollywood- representó el
fin del comunismo y el triunfo del capitalismo.
Nadie
está en condiciones de afirmar nada sobre los resultados de la presidencia
Trump. Puede acontecer un terrible fracaso.
Pero
imaginemos un éxito. La inmigración hacia el mundo desarrollado habrá finalizado.
El comercio exterior se habrá reducido. Las transferencias de dinero y las
inversiones en el exterior habrán decrecido.
En
otras palabras, el fin de la globalización se habrá producido y tendrá nombre:
Trump.
La región
No
es el Cono Sur del continente, el territorio visualizado por Trump para
complicar la situación de las administraciones nacionales.
El
efecto será resentido con mayor intensidad en la frontera sur de los Estados
Unidos. Entre los inmigrantes que huyen de la pobreza y que provienen de
México, de Guatemala, de El Salvador, de Nicaragua, de Cuba, de Haití, de
República Dominicana y, gracias al chavismo, de Venezuela.
En
este último caso, también empeorará la situación exportadora de petróleo del
país.
Es
que en la agenda de Trump, el ambientalismo no tiene espacio. Es su intención
reanudar la explotación petrolera, aún la de “fracking” para eliminar,
proteccionismo mediante, la dependencia del exterior.
En
todo caso, solo vincularla con la producción petrolera en Canadá a través de la
revisión sobre la construcción y funcionamiento del oleoducto Keystone, no
aprobado por la administración Obama.
Por casa
El
maltrago de Trump no modifica, en lo inmediato, la situación argentina.
La
inflación no cede y la explicación a partir del incremento del gas resulta
creíble solo en parte. Es que el Estado poco y nada hace para reducir el
déficit fiscal. En todo caso, solo recurre a endeudamiento externo. Por ahora,
manejable. Mañana, veremos.
En
todo caso, endeudarse es inocuo si la producción, y como consecuencia de ello,
la recaudación crece. De momento, ello no ocurre. Nadie dice que no vaya a
ocurrir, pero tampoco es seguro que ocurra.
Al
menos, mientras no se produzcan señales claras.
Esta
semana retornan de su turismo político, los legisladores nacionales y
provinciales que viajaron a los Estados Unidos para “observar las elecciones”.
Tras el paréntesis, todos se dedicarán al juego que mejor juegan y que más les
gusta: las maniobras preelectorales.
¿Dónde
se ubicará Margarita Stolbizer? ¿Qué hará Elisa Carrió? ¿Cómo se comportará
Cristina Kirchner? ¿Participará María Eugenia Vidal de las campañas
electorales?
Nadie
lo sabe, pero todos especulan. Una cosa es clara: ninguna de todas ellas
dependen de la “paridad”. Valen poco o mucho. Sobresalen, para bien o para mal,
por sí mismas.
A
poco, muy poco menos de un año, de la elección, la “clase” política gira en
torno de un posicionamiento electoral que poco y nada tiene que ver con las
inquietudes inmediatas de la población.
Tal
vez por ese autismo político es que la sociedad norteamericana reaccionó con un
triunfo de Donald Trump.
*Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS.
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