Todo el mundo quiere la paz para
Colombia. Pero, no todo el mundo parece estar dispuesto a pagar cualquier
precio por alcanzarla.
Ese
fue el legado que dejó el resultado del plebiscito en el que los colombianos,
por solo un punto de diferencia, dijeron no al acuerdo al que arribaron el
gobierno del presidente Juan Manuel Santos y el comandante del grupo insurgente
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
A
cualquiera, en el mundo, lejos del drama colombiano, le sería posible imaginar
que la paz sería deseable por encima de cualquier otra consideración. Por
ejemplo, por encima de la justicia.
No
fue así. Para un poquito más de la mitad de los colombianos que se expresaron
en el plebiscito, paz resultaba un valor equiparable al de justicia.
Es
posible que el presidente Santos haya merecido el Premio Nobel de la Paz que le
acaba de ser otorgado. Después de todo se trata del Premio Nobel de la Paz y no
de la Paz y la Justicia.
Las
atrocidades cometidas por las FARC durante los 52 años de guerra civil no
pueden quedar impunes. Asesinatos, atentados, secuestro y cautiverio por años
de personas, robos, desplazamientos forzados de millones de personas y, sobre
todo, narcotráfico no pueden olvidarse así nomás.
Menos
aun cuando nadie resulta juzgado y cuando todos los cabecillas quedan
habilitados para terciar en la política colombiana armados, ya no de fusiles de
asalto, sino de miles de millones de dólares provenientes de la
comercialización ilegal e internacional de cocaína.
Aunque
todos querían y quieren la paz, algo más de la mitad dijo que no bajo esas
condiciones.
Ahora
corresponde renegociar en algo cuyo resultado se asemejará mucho más a una
rendición semi incondicional.
De
momento, Santos, aun reconfortado por el Nobel, no pasará a la historia como el
presidente que devolvió la paz a Colombia. La cúpula de las FARC no estará en
condiciones de moverse por Colombia sin la amenaza de un arresto y un eventual
juicio. Y la oposición encabezada por el ex presidente Álvaro Uribe deberá ser
llamada al diálogo para un hipotético nuevo acuerdo.
Por casa
Cuánto
ocurrió en Colombia, rebota sobre la Argentina. Nos remite al pasado, mal que
les guste a algunos consejeros presidenciales, y nos transporta al presente.
En
1983, en aquel año de la recuperación de la democracia, dos concepciones se
enfrentaban por boca de cada uno de los dos principales candidatos
presidenciales.
De
un lado, el candidato justicialista, Italo Luder, jurista de profesión, que
aceptaba como válida la ley de auto amnistía que promulgó la última dictadura
para dejar impunes los crímenes cometidos durante el período militar.
Enfrente,
el candidato radical, Raúl Alfonsín, que juzgaba inválida dicha amnistía y
proponía, por ende, el juzgamiento de quienes ejercieron el terrorismo, de Estado
y no de Estado.
Triunfó
el candidato que levantó la bandera de la justicia. Los argentinos prefirieron
la verdad y la sanción a los culpables.
No
se debía tapar el pasado. Fue una justicia imperfecta, dada la relación de
fuerzas de la incipiente democracia argentina. Pero, fue justicia al fin.
Cierto,
hay que mirar para adelante, pero sin olvidar.
Vale
la cuestión para analizar la impunidad k que, salvo los casos de Lázaro Báez y
José López, campea por la política argentina como si en nada fuese responsable
de los difíciles momentos actuales y como si su desfachatado enriquecimiento
ilícito no existiese.
Es
posible que no convenzan salvo a los convencidos. A los que son como ellos, en
el país y en el continente.
En
todo caso, el problema no es de los K. El problema es del gobierno que fue
votado para terminar con la impunidad y con la corrupción.
Pero
el gobierno no avanza. Inmerso en cálculos electorales imagina una Cristina
Kirchner candidata que divida al peronismo y lleve a Cambiemos a la victoria en
el 2017.
Nadie
pretende que el gobierno actúe sobre la justicia como lo hacía el gobierno de
los k, urgido por tapar sus tropelías mediante la designación de jueces
cómplices. Se trata de usar los instrumentos de los que se dispone para
desalojar a los magistrados que demostraron parcialidad manifiesta y
complicidad inadmisible.
No
se hace y así, el riesgo en materia electoral que se busca controlr, se
acrecienta.
La economía
Desde
que arrancó el gobierno de Cambiemos no se hizo otra cosa que minimizar el
desastre que dejaron los k.
Puede
parecer extraño que esto así se afirme, pero no lo es. En parte porque no se
contaba con estadísticas confiables, en parte por esos cantos de sirena que
dicen que no se debe mirar para atrás, la herencia recibida no fue debidamente
cuantificada.
Hoy
las cosas no están bien. El ligero repunte en algunas empresas que fue
verificado en agosto, no continuó en setiembre. Las ventas de cemento o de
automotores cayeron, por solo citar dos rubros que inciden directa o
indirectamente sobre el empleo.
En el caso del cemento porque
indica el movimiento de la construcción. En el de los automotores, por la
diversificación en materia de industria de autopartes.
Por lo general, la población no
se deja engañar. Sabe que, en buena medida, no en toda, las dificultades
provienen de la herencia k.
No obstante, ya quedó atrás el
primer semestre, transitamos el segundo y la recuperación se hace esperar. Las
inversiones no aparecen y el plan de obras públicas recién comienza.
El gobierno se empecina en
anunciar un futuro mejor que se posterga. El no haber descrito con precisión la
situación heredada lo condena a alcanzar éxitos más temprano que tarde y lo
inhibe de asumir las políticas de ajuste, necesarias para revertir la
situación.
De hecho, ya cambió metas. Las
tarifas se adecuarán en cuatro años en lugar de uno. La reducción del déficit
fiscal avanzará a un ritmo mucho más lento. La inflación disminuirá con menor
velocidad. Las rebajas impositivas –en términos reales- quedarán para más
adelante.
Es más, a juzgar por las
previsiones del Fondo Monetario Internacional para la Argentina, el Presupuesto
de Gastos y Cálculo de Recursos para el año entrante, al menos en su redacción
original, parece solo una pléyade de buenas intenciones.
Así, la meta de inflación para el
2017 es del 17 por ciento frente al 23 que anticipa el FMI. Y la meta de
crecimiento –según el gobierno- es del 3,5 por ciento frente al 2,7 postulado
por el organismo internacional de crédito.
Quizás el dato más significativo
resulte de la tasa de interés del Banco Central que no baja del 26,75 por
ciento anual, para enojo de industriales y algunos funcionarios. Ese 26,75 por
ciento se acerca más al cálculo de inflación del FMI.
Obviamente, los industriales
argentinos, nucleados en la Unión Industrial Argentina (UIA) pretenden, como
siempre, una tasa de interés negativa para, según dicen, reactivar la economía.
No debe haber cosa más alejada de
un industrial argentino que las palabras eficiencia e inversión. Siempre
pretenden arreglar todo con mayor precio y con crédito subsidiado por el
Estado. Es decir, por los impuestos o por la inflación que soportamos el resto
de los argentinos.
Exactamente lo contrario del
campo a quién siempre se le pide un sacrificio adicional cada vez que las papas
queman. En este caso, el gobierno cumplió con la eliminación de las retenciones
a todos los cultivos, con excepción de la soja que solo disminuyó en cinco
puntos.
Pero, ahora, con cuentas que no
cierran, postergó nuevamente la baja de las retenciones a la soja hasta el año
2018. Es la Argentina de siempre, la de quienes viven bajo el paraguas del
Estado y la de quienes producen para que el Estado se lleve la mayor parte.
Los sindicatos
Las
idas y venidas del gobierno en materia económica, sus errores como el manejo de
la adecuación de las tarifas y la pretensión de jugar a la política con
cálculos electorales conducen inevitablemente a facilitar y casi a fomentar las
demandas de todo tipo.
No
se trata, otra vez, de hablar de lo políticamente correcto con aquello de no
cuestionar “lo justo de los reclamos”. Es, cuando menos, poco significativo
hablar de justicia, término por demás subjetivo en materia de distribución del
ingreso.
La
economía, cuando el Estado interviene lo menos posible, es como el fútbol. Lo
justo o injusto poco tiene que ver con lo real.
Es
bueno, muy bueno, ganar mucho y bien, siempre y cuando esa ganancia provenga de
un recurso genuino. En caso contrario, la empresa privada funde y la
administración pública se torna deficitaria y, por ende, inflacionaria.
Así
de sencillo. Claro, nadie disfruta con el sacrificio. Más aún si el sacrificio
es propio. Por tanto, hace falta que quede en claro que no existe otro remedio.
No se trata o se trata menos de hablar de un incierto futuro venturoso y más de
un presente cargado con una herencia perversa.
La
liviandad del gobierno a la hora de analizar datos, aunque no los oculta como
hacía el desgobierno de la banda delincuencial k, conduce a equívocos que
suelen ser aprovechados, en algunos casos para tapar responsabilidades, en
otros para mantener conducciones. Tal el caso de los sindicatos de actividades
privadas.
El
gobierno devolvió el dinero de las obras sociales que se había apoderado
–cuando no- el kirchnerismo. Imaginó que con eso alcanzaba. Erró el cálculo
político. Alcanza para los caciques sindicales pero no para las bases a las que
acceden las comisiones internas, muchas de ellas dominadas por partidos y
agrupaciones de extrema izquierda.
El
reclamo, ahora, es por un bono de fin de año y por la exención del Impuesto a
las Ganancias para el medio aguinaldo.
Al
gobierno no le queda otra que ceder en grandes términos. Seguramente con el
bono atenderá a las personas que cobran planes sociales y a los empleados
públicos de menores ingresos, por caso, los municipales. Esto último siempre y
cuando lo financie el gobierno central.
A
los otros, los eximirá de ganancias. La discusión quedará centrada en los topes
para uno y otro caso.
Cuanto
el gobierno no explica es que la exención y el bono, ambos, redundan en
inflación. El uno porque disminuye los ingresos del Estado, el otro porque se
atiende con emisión monetaria.
Es
una de las consecuencias de no hablar de la gravedad de la hora y de no hacer
nada –o de hacer cálculos electorales- frente a los culpables del desastre.
Género
Susana
Malcorra, la ministra de Relaciones Exteriores del actual gobierno argentino,
no alcanzó el objetivo de convertirse en secretaria general de las Naciones
Unidas.
No
fue un fracaso. Ingresar a la competencias y contar con los votos que contó
representa un espaldarazo al gobierno de Cambiemos.
¿Un
espaldarazo de cuál tipo? Un espaldarazo al retorno de la Argentina a la
confiabilidad internacional. Un éxito logrado en poco tiempo.
El
ganador fue Antonio Guterres, un portugués que alcanzó, como primer ministro
electo, la jefatura de gobierno de su país. Nada más y nada menos. Además,
entre varios candidatos, ganó seis votaciones seguidas en el Consejo de
Seguridad, razón por la cual alcanzó el lugar deseado.
Susana
Malcorra, como corresponde felicitó a Guterres, pero dejó dicho que Naciones
Unidas muestra una deuda de género. En otras palabras, convirtió la victoria de
Guterres en un problema de machismo, como si al nuevo secretario general no le
sobrasen méritos suficientes para aspirar al cargo.
Guterres
fue presidente del Partido Socialista de Portugal con el que ganó las elecciones
parlamentarias en 1995 y se convirtió en primer ministro, cargo que revalidó en
1999.
En
2005 fue nombrado Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados,
puesto sensible si los hay por estas épocas y lo ejerció por espacio de 10 años,
hasta el 2015.
También
Malcorra trabajó en Naciones Unidas como jefa de gabinete del secretario
general saliente Ban Ki Moon, hasta su designación ministerial en la Argentina.
Los
antecedentes de Malcorra son válidos, pero los de Guterres parecen superiores.
No
se debe hacer de cada elección una cuestión de género. Si, a la luz de las
actuales circunstancias parece correcto, mayor corrección
suele verificarse cuando alguien resulta electo por sus capacidades demostradas
en sus antecedentes.
Del
estribo: la semana cerró con una excelente noticia de quienes se atrevieron a
hacer lo políticamente incorrecto. A través de una sentencia, la Cámara Federal
de La Plata declaró que los delitos de corrupción son imprescriptibles. La
iniciativa partió, cuando no, de la diputada nacional Elisa Carrió.
*Periodista y Militante Radical en CAMBIEMOS.
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